Yo tenía buenas razones para asesinar a Mario. Hay gente que
mata por menos. Hay quienes asesinan por algo tan banal como el dinero, por
algo tan atroz como el amor. Mario tenía algo que yo necesitaba, y no había
ninguna otra forma de conseguirlo sino era eliminándolo a él. Tal vez estaba
desesperado, no me quedaba mucho tiempo y ahora me queda menos; así que no
tenía tiempo para perder. Tal vez si hubiera tenido más tiempo...
Compartíamos una habitación en un hospital de mala muerte,
el mismo en el que ahora espero a la muerte mientras ella tarda a su cita. El
mobiliario es básico, casi árido. Las dos camillas, las dos mesitas junto a las
camillas, los aparatos que nos dilatan la agonía, un suelo anodino, un techo
que hace juego con bombillas de neón, una ventana con un vidrio que fue pintado
inexplicablemente con pintura anticorrosiva verde. Mario estaba junto a la
ventana.
Yo caí en la selva, en una operación encubierta, me explotó
una granada a un par de metros y sobreviví por pura crueldad de ese dios que
mentaba mi madre. Me llevaron en helicóptero al pueblo, me sacaron todo lo que
pudieron, me dejaron parapléjico en el proceso, y cuando desperté me habían
dejado botado en la habitación de la que ya jamás saldré vivo. Cuando desperté
ya estaba Mario.
No hay ni siquiera un televisor, una radio, una revista para
llenar las horas con algo que no sean los mil rostros de la muerte que me
visitan tanto. Ahora que lo pienso tal vez ya estoy muerto y este no es más que
mi infierno personal, da lo mismo. Me moría de hastío cuando le pregunté a
Mario cómo hacía para no morirse de aburrimiento. Me contó que en la esquina de
la ventana había un rincón en el que la pintura estaba descascarada y que a
través de él veía la plaza del pueblo. Me decía que sobretodo veía a una
muchacha preciosa e imaginaba en todos los poemas que le compondría si no se lo
comía el cáncer.
Yo quería mirar por esa ventana.
Mario era un pequeño cadáver sonriente, pero de alguna
manera se las arreglaba para tener una mirada que a ratos parecía feliz. Se
notaba que la enfermera lo atendía mejor a él. En un principio pensé que
simplemente estaba loco. Que el cáncer se le había comido el cerebro, pero
cuando empecé a conversar con él me di cuenta de que era muy lúcido y que
respondía con tranquilidad, nunca perdía el control. Entonces me di cuenta de
que su felicidad estaba en la ventana, o mejor, en aquello que estaba más allá
de la ventana.
Primero empecé a pedirle que me describiera lo que veía. Me
contaba de la plaza llena de basura en las tarde,s que siempre barrían en la
mañana. Me hablaba de los carros viejos que pasaban por la calle, de los
vendedores ambulantes y de las putas pescando en las esquinas, de los ladrones
raponenando el bolso de alguna señora; pero sobretodo me hablaba de la muchacha
que veía. La describía como si fuera poeta, ahora que lo pienso tal vez Mario
era poeta, sí, definitivamente era poeta.
Pensé en pedirle a Mario que cambiara su puesto conmigo, o
que nos lo turnáramos, pero me di cuenta de que no lo haría. Estaba tragado de
la muchacha. A mí no me importaba esa mujer. La imaginaba tan común como
cualquier muchacha de pueblo. Todas no son más que puticas más o menos
declaradas que quieren sacarte la plata o quieren que las saques de allí. A mí
lo que me interesaba era ver algo, dejar de tener que contar los lunares del
humedad del techo o el número de baldosas del piso. El día en que me di cuenta
de que estaba feliz por haber descubierto una telaraña en una esquina del techo
comprendí que me estaba volviendo loco y que tenía que distraerme con algo. Me
tragué el orgullo y le pedí a la enfermera que me trajera algo de leer a pesar
de que era una grosera, de que no conocía su lugar, y de que me había tocado
ponerla en su sitio más de una vez. Traté de ser tan amable como pude. Ella
sonrió con una sonrisa torcida y salió del cuarto, al día siguiente me trajo
una revista de modas. La revista me calmó un par de días, pero no fue mucho.
Gente, yo quería ver gente viva, y eso sólo podía hacerlo en la ventana.
Pensé en pedirle a Mario que dejara de contarme lo que veía
por la ventana, me torturaba cada vez más, pero me di cuenta de que, sin al
menos ese pequeño remedo de vida, me terminaría volviendo loco por completo.
Decidí que sería paciente. Sabía que a Mario no le quedaba mucho de vida. Se le
notaba, puedo reconocer la muerte cuando la veo. Me aseguré preguntándole a la
enfermera. Esperé a que coincidiera una visita de ella con un momento en que
Mario estuviera dormido y le pregunté de la forma más casual que pude. Me miró
por primera vez como si yo fuera humano y me dijo que era cuestión de semanas,
dos meses a lo mucho, que Mario había aguantado mucho pero que ya no daba para
más. Pensó que estaba preocupado por él. No la saqué de su error. Me alegró la
noticia.
Mi plan de esperar se fue al diablo el día en el que vino el
doctor. Un muchachito recién graduado al que todavía se le quebraba la voz al
hablar. Yo también me estaba muriendo. Cuando explotó la granada estuve
expuesto durante horas a la selva, y en la selva nunca hay nada bueno. Me
infecté de algo raro que me está matando. Ni siquiera quise saber qué era. Ni
siquiera quise saber si se podía hacer algo. Sabía que en ese pueblo de mala
muerte no harían nada más que dejarme morir. Sabía que estaba sólo y que a
nadie la importaba lo suficiente como para que me trasladaran a una ciudad de
verdad, con un hospital de verdad, y con un médico de verdad. Le dije al
doctorcito que se metiera su compasión por el culo. La cara que hizo bien valió
morirme. Fue hermoso.
Así que no me quedaba mucho tiempo y Mario insistía en no
morirse rápido. Yo necesitaba que se muriera y él, como su última gran broma,
se aferraba a la vida. Decidí que no podía esperar más. No tenía tiempo.
Nos daban pastillas tres veces al día y a mí me inyectaban
de vez en cuando. Me las arreglé para robarme una jeringa usada y mi plan
empezó a tomar forma. Empecé a guardar los analgésicos más fuertes.
Al día siguiente le dije a la enfermera que había tenido una
pesadilla y que no había podido dormir en toda la noche. Como era de esperarse
me tranquilizó y me dijo que no me preocupara, que esa noche dormiría bien.
Me quedé despierto tanto como pude.
Al día siguiente tenía unas ojeras terribles. Le pedí a la
enfermera que me ayudara. Fui patético. Le rogué que me consiguiera pastillas
para dormir, que me hiciera ese único favor en su vida. Le confesé que había
sido adicto toda a la vida a todo lo que podía imaginarse y que por eso los
barbitúricos no me hacían nada, que no trataba de drogarme, que sólo quería
dormir bien antes de morir y que necesitaba algo fuerte para eso.
Ese día me trajo dos cápsulas y un vaso de agua antes de
irse.
Esperé a la madrugada.
Me tomé casi toda el agua y en la que quedó agregué el polvo
de los barbitúricos con los analgésicos. Los diluí lo mejor que pude y llené la
jeringa.
Me tomó horas arrastrarme hasta la camilla de Mario.
Inyecté la mezcla en su suero intravenoso.
Cuando por fin llegué a mi camilla casi amanecía. Estaba
fatigado y feliz. Sabía que Mario no soportaría la mezcla, tal vez ya estaba
muerto, sólo era cuestión de esperar.
Cuando empezó a entrar la luz en el cuarto Mario me habló.
“¿John?” preguntó en voz alta. Casi me cago del susto. “¿Qué?” pregunté.
“Gracias” me dijo. Luego suspiró. Supe que había muerto.
Ya me cambiaron de cama. Esperé pacientemente y hasta puse
cara de tragedia. Después de que se llevaran el cadáver puse mi mejor cara de
cordero y le pedí a la enfermera que me trasladara, que quería ver por la
ventana. Me dijo que no había nada para ver. Casi pierdo la paciencia. Insistí.
No hay nada.
Una pared de ladrillos mal puestos tapa completamente la
vista. Hay un espacio por el que ni siquiera cabe una persona y luego la pared
del edificio del frente. Mario estaba simplemente loco.
Ahora que lo pienso tal vez no estaba loco. Tal vez sólo
quería tener algo de qué hablar con un desconocido para no sentirse tan solo
antes de morir.
¿Por qué me dio las gracias? ¿Se dio cuenta de que le
inyecté algo y me dio las gracias porque lo alivié de su sufrimiento? ¿Sintió
que se moría y me dio las gracias por compartir los últimos momentos con él?
¿Y si todo era un plan de Mario? ¿Y si me contó de la ventana
para que yo lo matara? ¿Mes estoy volviendo loco?
¿La enfermera sabe algo? A veces me dala impresión de que me
mira con cierto brillo de burla.
Hoy trajeron un nuevo tipo a la habitación. Está enyesado de
los pies a la cabeza, es una maldita momia. Apenas sí tiene un ojo libre, la
nariz y la boca. No quise contestarle cuando saludó. Ya no me queda nada. La
muerte se demora demasiado pero la esperaré como un hombre. No necesito a
nadie.
Hoy le contesté al nuevo el saludo. Estuve toda la tarde
contándole de una muchacha hermosa que podía ver por el hueco de la ventana.
-Carlos Arturo García Bonilla-
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