miércoles, 17 de junio de 2015

Más allá de la ventana


 "La vida es un hospital donde cada enfermo está poseído por el deseo de cambiarse de cama."
 Charles Baudelaire




Yo tenía buenas razones para asesinar a Mario. Hay gente que mata por menos. Hay quienes asesinan por algo tan banal como el dinero, por algo tan atroz como el amor. Mario tenía algo que yo necesitaba, y no había ninguna otra forma de conseguirlo sino era eliminándolo a él. Tal vez estaba desesperado, no me quedaba mucho tiempo y ahora me queda menos; así que no tenía tiempo para perder. Tal vez si hubiera tenido más tiempo...

Compartíamos una habitación en un hospital de mala muerte, el mismo en el que ahora espero a la muerte mientras ella tarda a su cita. El mobiliario es básico, casi árido. Las dos camillas, las dos mesitas junto a las camillas, los aparatos que nos dilatan la agonía, un suelo anodino, un techo que hace juego con bombillas de neón, una ventana con un vidrio que fue pintado inexplicablemente con pintura anticorrosiva verde. Mario estaba junto a la ventana.

Yo caí en la selva, en una operación encubierta, me explotó una granada a un par de metros y sobreviví por pura crueldad de ese dios que mentaba mi madre. Me llevaron en helicóptero al pueblo, me sacaron todo lo que pudieron, me dejaron parapléjico en el proceso, y cuando desperté me habían dejado botado en la habitación de la que ya jamás saldré vivo. Cuando desperté ya estaba Mario.

No hay ni siquiera un televisor, una radio, una revista para llenar las horas con algo que no sean los mil rostros de la muerte que me visitan tanto. Ahora que lo pienso tal vez ya estoy muerto y este no es más que mi infierno personal, da lo mismo. Me moría de hastío cuando le pregunté a Mario cómo hacía para no morirse de aburrimiento. Me contó que en la esquina de la ventana había un rincón en el que la pintura estaba descascarada y que a través de él veía la plaza del pueblo. Me decía que sobretodo veía a una muchacha preciosa e imaginaba en todos los poemas que le compondría si no se lo comía el cáncer.
Yo quería mirar por esa ventana.

Mario era un pequeño cadáver sonriente, pero de alguna manera se las arreglaba para tener una mirada que a ratos parecía feliz. Se notaba que la enfermera lo atendía mejor a él. En un principio pensé que simplemente estaba loco. Que el cáncer se le había comido el cerebro, pero cuando empecé a conversar con él me di cuenta de que era muy lúcido y que respondía con tranquilidad, nunca perdía el control. Entonces me di cuenta de que su felicidad estaba en la ventana, o mejor, en aquello que estaba más allá de la ventana.

Primero empecé a pedirle que me describiera lo que veía. Me contaba de la plaza llena de basura en las tarde,s que siempre barrían en la mañana. Me hablaba de los carros viejos que pasaban por la calle, de los vendedores ambulantes y de las putas pescando en las esquinas, de los ladrones raponenando el bolso de alguna señora; pero sobretodo me hablaba de la muchacha que veía. La describía como si fuera poeta, ahora que lo pienso tal vez Mario era poeta, sí, definitivamente era poeta.

Pensé en pedirle a Mario que cambiara su puesto conmigo, o que nos lo turnáramos, pero me di cuenta de que no lo haría. Estaba tragado de la muchacha. A mí no me importaba esa mujer. La imaginaba tan común como cualquier muchacha de pueblo. Todas no son más que puticas más o menos declaradas que quieren sacarte la plata o quieren que las saques de allí. A mí lo que me interesaba era ver algo, dejar de tener que contar los lunares del humedad del techo o el número de baldosas del piso. El día en que me di cuenta de que estaba feliz por haber descubierto una telaraña en una esquina del techo comprendí que me estaba volviendo loco y que tenía que distraerme con algo. Me tragué el orgullo y le pedí a la enfermera que me trajera algo de leer a pesar de que era una grosera, de que no conocía su lugar, y de que me había tocado ponerla en su sitio más de una vez. Traté de ser tan amable como pude. Ella sonrió con una sonrisa torcida y salió del cuarto, al día siguiente me trajo una revista de modas. La revista me calmó un par de días, pero no fue mucho. Gente, yo quería ver gente viva, y eso sólo podía hacerlo en la ventana.

Pensé en pedirle a Mario que dejara de contarme lo que veía por la ventana, me torturaba cada vez más, pero me di cuenta de que, sin al menos ese pequeño remedo de vida, me terminaría volviendo loco por completo. Decidí que sería paciente. Sabía que a Mario no le quedaba mucho de vida. Se le notaba, puedo reconocer la muerte cuando la veo. Me aseguré preguntándole a la enfermera. Esperé a que coincidiera una visita de ella con un momento en que Mario estuviera dormido y le pregunté de la forma más casual que pude. Me miró por primera vez como si yo fuera humano y me dijo que era cuestión de semanas, dos meses a lo mucho, que Mario había aguantado mucho pero que ya no daba para más. Pensó que estaba preocupado por él. No la saqué de su error. Me alegró la noticia.

Mi plan de esperar se fue al diablo el día en el que vino el doctor. Un muchachito recién graduado al que todavía se le quebraba la voz al hablar. Yo también me estaba muriendo. Cuando explotó la granada estuve expuesto durante horas a la selva, y en la selva nunca hay nada bueno. Me infecté de algo raro que me está matando. Ni siquiera quise saber qué era. Ni siquiera quise saber si se podía hacer algo. Sabía que en ese pueblo de mala muerte no harían nada más que dejarme morir. Sabía que estaba sólo y que a nadie la importaba lo suficiente como para que me trasladaran a una ciudad de verdad, con un hospital de verdad, y con un médico de verdad. Le dije al doctorcito que se metiera su compasión por el culo. La cara que hizo bien valió morirme. Fue hermoso.

Así que no me quedaba mucho tiempo y Mario insistía en no morirse rápido. Yo necesitaba que se muriera y él, como su última gran broma, se aferraba a la vida. Decidí que no podía esperar más. No tenía tiempo.
Nos daban pastillas tres veces al día y a mí me inyectaban de vez en cuando. Me las arreglé para robarme una jeringa usada y mi plan empezó a tomar forma. Empecé a guardar los analgésicos más fuertes.

Al día siguiente le dije a la enfermera que había tenido una pesadilla y que no había podido dormir en toda la noche. Como era de esperarse me tranquilizó y me dijo que no me preocupara, que esa noche dormiría bien.

Me quedé despierto tanto como pude.

Al día siguiente tenía unas ojeras terribles. Le pedí a la enfermera que me ayudara. Fui patético. Le rogué que me consiguiera pastillas para dormir, que me hiciera ese único favor en su vida. Le confesé que había sido adicto toda a la vida a todo lo que podía imaginarse y que por eso los barbitúricos no me hacían nada, que no trataba de drogarme, que sólo quería dormir bien antes de morir y que necesitaba algo fuerte para eso.

Ese día me trajo dos cápsulas y un vaso de agua antes de irse.

Esperé a la madrugada.

Me tomé casi toda el agua y en la que quedó agregué el polvo de los barbitúricos con los analgésicos. Los diluí lo mejor que pude y llené la jeringa.

Me tomó horas arrastrarme hasta la camilla de Mario.

Inyecté la mezcla en su suero intravenoso.

Cuando por fin llegué a mi camilla casi amanecía. Estaba fatigado y feliz. Sabía que Mario no soportaría la mezcla, tal vez ya estaba muerto, sólo era cuestión de esperar.

Cuando empezó a entrar la luz en el cuarto Mario me habló. “¿John?” preguntó en voz alta. Casi me cago del susto. “¿Qué?” pregunté. “Gracias” me dijo. Luego suspiró. Supe que había muerto.

Ya me cambiaron de cama. Esperé pacientemente y hasta puse cara de tragedia. Después de que se llevaran el cadáver puse mi mejor cara de cordero y le pedí a la enfermera que me trasladara, que quería ver por la ventana. Me dijo que no había nada para ver. Casi pierdo la paciencia. Insistí.

No hay nada.

Una pared de ladrillos mal puestos tapa completamente la vista. Hay un espacio por el que ni siquiera cabe una persona y luego la pared del edificio del frente. Mario estaba simplemente loco.

Ahora que lo pienso tal vez no estaba loco. Tal vez sólo quería tener algo de qué hablar con un desconocido para no sentirse tan solo antes de morir.

¿Por qué me dio las gracias? ¿Se dio cuenta de que le inyecté algo y me dio las gracias porque lo alivié de su sufrimiento? ¿Sintió que se moría y me dio las gracias por compartir los últimos momentos con él?

¿Y si todo era un plan de Mario? ¿Y si me contó de la ventana para que yo lo matara? ¿Mes estoy volviendo loco?

¿La enfermera sabe algo? A veces me dala impresión de que me mira con cierto brillo de burla.

Hoy trajeron un nuevo tipo a la habitación. Está enyesado de los pies a la cabeza, es una maldita momia. Apenas sí tiene un ojo libre, la nariz y la boca. No quise contestarle cuando saludó. Ya no me queda nada. La muerte se demora demasiado pero la esperaré como un hombre. No necesito a nadie.

Hoy le contesté al nuevo el saludo. Estuve toda la tarde contándole de una muchacha hermosa que podía ver por el hueco de la ventana.


-Carlos Arturo García Bonilla- 

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